Palabras claves: MEDIO AMBIENTE/ SOCIEDAD
Título: DEPORTE Y SOCIEDAD: UN ESTUDIO DE CASO SOBRE EL BÉISBOL CUBANO EN EL SIGLO XIX
Autor: DR. C. FÉLIX JULIO ALFONSO LÓPEZ
Fuente: IV Convención Internacional de Actividad Física y Deporte
Por tratarse de un tema poco trabajado en Cuba desde una perspectiva de historia de la cultura, el despliegue metodológico y teórico-conceptual de las relaciones entre sociedad y deportes entraña diversas dificultades. Como han señalado Jennifer Hargreaves y Ian McDonald, la aplicación de los estudios culturales al deporte comenzó a ganar fuerza en el campo intelectual anglosajón en las décadas de 1970 y 1980, partiendo de la premisa básica de
que los deportes y el tiempo libre eran temas importantes para comprender las relaciones de poder, luchas simbólicas y prácticas culturales al interior de las sociedades modernas, superando la visión esquemática del marxismo dogmático, que privilegiaba los análisis del deporte con énfasis en sus elementos de mercantilización del ocio y mecanismo de dominación de clases.
Semejante suspicacia también ha permeado al mundo académico y universitario en sentido general.
En un importante ensayo titulado “Sport, Identity and Ethnicity”, el antropólogo británico Jeremy MacClancy ha intentado resumir algunas de las razones que explican la ausencia de los temas relacionados con el deporte entre los estudios sociológicos, antropológicos e históricos contemporáneos.
Contrastando con las representaciones que condenan al deporte y a sus estudios subsecuentes al plano de los discursos “débiles” o “cálidos” y, en mejor de los casos, al de los textos literarios, pero nunca “serios” o “académicos”, MacClancy nos dice que:
Para el científico social, el estudio de los deportes no es un tópico tangencial que pueda abordarse ocasionalmente como una manera de aliviarse de «la cosa real» en la economía, la política y la moral pública.
Los deportes son una actividad central en nuestras sociedades, la personificación de valores sociales y, como tales, merecen investigaciones sociales como cualquier otra rama del conocimiento humano. Los deportes pueden divertir. Pero ello no significa que deben ser ignorados por los académicos.
En este punto, nuestra perspectiva coincide con la de MacClancy en la afirmación de que: “El deporte no ‘revela’ meramente valores sociales encubiertos, es un modo mayor de su expresión. El deporte no es un ‘reflejo’ de alguna esencia postulada de la sociedad, sino una parte integral de la misma, más aún, una parte que puede ser usada como un medio para reflexionar sobre la sociedad”. Asimismo Joseph Maguire, en el volumen titulado Global Sport: Identity, Societies, Civilizations, apunta como el deporte constituye uno de los fenómenos más descollantes del mundo globalizado, e influye de un modo creciente en las percepciones que las sociedades tienen del estatus económico, las relaciones sociales, el racismo, la cultura popular, el nacionalismo, el vestuario, el lenguaje, el consumo, los valores morales y el modelo de éxito.
Es hora de abandonar prejuicios e insuficiencias metodológicas, y empezar a estudiar la historia del deporte desde perspectivas múltiples y al mismo tiempo complementarias. Se impone abordar la tradición deportiva dentro de las
configuraciones teóricas enunciadas por historiadores, antropólogos y sociólogos de diversas escuelas ―conocidos no solo por sus aportes en este campo, como en los casos de Johan Huizinga, Roger Caillois, Eric Hobsbawm, Norbert Elías, Eric Dunning, Pierre Bordieu, Roger Chartier o Clifford Geertz―, aprovechando además la ya considerable producción que tiene lugar en nuestro continente, significativamente en el caso del Grupo de Trabajo “Deporte y Sociedad” del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), que dirige el sociólogo argentino Pablo Alabarces, y que por razones regionales ha privilegiado los estudios sobre el fútbol, así como los de otros colegas de México, Costa Rica, Puerto Rico y Brasil.
Desde la tradición antropológica, uno de sus principales teóricos en el campo de la llamada “antropología simbólica”, el estadounidense Clifford Geertz, postuló la posibilidad de entender y analizar las diferentes concepciones de la vida social según las estrategias y rituales propios de los deportes y juegos:
Lo que conecta a todas ellas es la idea de que los seres humanos están menos impulsados por fuerzas que sometidos a reglas, que las reglas son tales que sugieren estrategias, las cuales inspiran acciones, y que las acciones son tales como para ser gratificantes, pour le sport. Como los juegos en el sentido literal de la palabra (el béisbol, o el póker, o el parchís) crean pequeños universos de significado en los cuales algunas cosas pueden hacerse y otras no, lo mismo que sucede en los juegos analógicos del culto, del gobierno o del cortejo sexual. Contemplar la sociedad como un conjunto de juegos significa verla como una enorme pluralidad de convenciones aceptadas y de conocimientos apropiados.
El concepto de cultura que manejo debe mucho al enunciado por Clifford Geertz en su célebre ensayo La interpretación de las culturas, cuando afirma que se trata de “tramas de significación”, una “urdimbre” cuyo análisis exige:
“no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”.7 Tampoco olvido, junto con el palestino Edward Said, que la cultura también puede ser “un sistema de discriminaciones y evaluaciones (…) un sistema de exclusiones”.8 Por todo lo anterior me ha parecido pertinente plantear la necesidad de interrelacionar un conjunto de
saberes, propios de las ciencias sociales contemporáneas, para abordar un
fenómeno cultural complejo, como lo es un deporte que se constituye en ritual
en la construcción de prácticas y discursos asociados al nacionalismo.9 Aunque
utilizaré fundamentalmente métodos propios de la ciencia histórica, en la
narración resultante me auxiliaré de conceptos propios de la sociología
histórica, la antropología cultural y la filosofía del deporte.
La fase originaria de todo deporte es siempre un juego. Para Aristóteles,
aunque no se trataba de una obra de arte, un juego era un complejo drama que
se parecía al teatro. Expresaba una unidad ordenada, que surge a través de
las reglas constitutivas que hacen que cada acción tenga significado. Según el
filósofo griego, los juegos y los deportes también pueden enunciar aspectos del
mundo social fuera de la competición, y son capaces de encarar temas morales
y políticos más amplios. Durante la justa deportiva, como en la tragedia, la
fortuna del héroe pasa, a través de las dificultades y la adversidad, al
desenlace y la conclusión.10
Siguiendo esta tradición, nos parece de particular importancia el concepto de
juego que propone Johan Huizinga en su clásico estudio Homo Ludens (1938),
donde el historiador holandés explora el juego como un componente esencial
de la cultura, y no solo en sus aspectos biológicos, sicológicos o etnográficos.
Para Huizinga el juego está presente en los fundamentos mismos de la
convivencia humana, y la cultura expresa en este sentido un contenido lúdico.
El autor de El otoño de la Edad Media estudia los juegos en sus múltiples
relaciones con el lenguaje, el derecho, la guerra, la poesía, la filosofía y el arte.
En esencia, el juego expresa un orden sujeto a reglas en un tiempo y espacio
dados, y se complementa con los ciclos de trabajo y ocio en la vida humana:El juego (…) es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como
situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede
absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés
material ni se obtenga en ello provecho alguno, que se ejecuta dentro de
un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un
orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a
rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo
habitual.11
Otro autor que ha tratado el tema de los juegos en profundidad es el sociólogo
francés Roger Caillois, quien discute la ambigüedad que plantea Huizinga al
definir el juego como “una acción libre sometida a reglas”, y sugiere que el
juego tiene una estructura propia, y que su fin es el juego mismo. En su libro
Los juegos y los hombres (1967), Caillois describe la estructura de la actividad
lúdica configurada por cuatro representaciones fundamentales: el combate o la
competencia que hace intervenir la voluntad individual (“agon”), la decisión
dejada al azar (“alea”), el mimetismo (“mimicry”) y el vértigo (“ilinx”). Los
deportes tradicionales entrarían dentro del “agon” o canon competitivo,
mientras que a los juegos de azar les correspondería la incertidumbre y la
ausencia de voluntad de la “alea”.12
El historiador inglés Peter Burke, en un penetrante ensayo, ha demostrado que
en la Europa medieval y renacentista se conocía la noción de “ocio” y se
practicaban numerosas actividades físicas, las que adoptaban formas rituales
diversas. Pone como ejemplo el juego acreditado en Italia como “Calcio”, el
cual en su opinión tenía más que ver con los juegos con pelota japoneses del
siglo XIV o los mayas precolombinos, que con el moderno fútbol. Para el caso
de la esgrima, hace notar que para nosotros constituye un deporte, pero para
los caballeros renacentistas era una cuestión artística y hasta científica.
Luego, con la modernidad capitalista,14 muchos juegos antiguos o medievales
devinieron deportes. Norbert Elías ha relatado este proceso dentro de la
historia europea, e inglesa en particular, en los siguientes términos:
Buen ejemplo de ello es la relación existente entre el desarrollo de las
estructuras de poder en la Inglaterra del siglo XVIII y el desarrollo de los
pasatiempos que adquirieron la característica de deportes. En esencia, el
surgimiento del deporte como forma de lucha física relativamente no
violenta tuvo que ver con un desarrollo relativamente extraño dentro de la
sociedad en general: se apaciguaron los ciclos de violencia y se puso fin a
las luchas de interés y de credo religioso de una manera que permitía que
los dos principales contendientes por el poder gubernamental resolvieran
completamente sus diferencias por medios no violentos y de acuerdo con
reglas convenidas y observadas por ambas partes.15
Eric Hobsbawm, en su clásico estudio sobre la invención de tradiciones en
Europa entre 1870 y 1914, establece que los deportes representaban en la
sociedad inglesa victoriana un medio para la identificación nacional, el
patriotismo y del mismo modo “un intento más espontáneo de trazar líneas de
clase contra las masas, principalmente por medio del énfasis sistemático en el
amateurismo como criterio del deporte de clase alta y media (…). Sin embargo,
también representa un intento de crear tanto una nueva y específica pauta
burguesa de actividad de ocio y estilo de vida –tanto bisexual como suburbana
o ex urbana- como un criterio flexible y ampliable de pertenencia de grupo”.
Se conocen juegos con pelotas y otros artefactos desde fechas remotas en
Europa, Asia y América17, pero es indudable que el béisbol es un deporte
moderno. Tan moderno como que tuvo sus antecedentes en la cuna del
capitalismo, la Inglaterra del siglo XIX18, y de allí pasó en rápida evolución a
uno de los países de mayor desarrollo industrial en la segunda mitad de aquella
centuria, los Estados Unidos.19
En mi perspectiva, asumiré los criterios del sociólogo francés Pierre Bourdieu
en su análisis de los deportes como fruto de la modernidad burguesa
(transición del juego al deporte) y sus relaciones con los mecanismos de
higiene, control social, capital simbólico, luchas sociales y dimensiones de la
distinción y la ganancia propios de la sociedad moderna.
Para nuestro estudio sobre el béisbol cubano decimonónico, es esencial la
comprensión de que se trató en sus primeras décadas de un juego que
respondía a una concepción elitista de sus prácticas, un habitus donde el ideal
galante y amateur era un código compartido por sus promotores, en franca
lucha con aquellas concepciones que promovían su carácter profesional y de
negocio privado. En sus experiencias puede verificarse lo que Bourdieu llama
“filosofía aristocrática” del deporte, es decir, una ideología y una filosofía
política del deporte decimonónico, cuyas manifestaciones más conspicuas
fueron el fair play, los discursos higienistas y estéticos, y el ideal amateur. La teoría del amateurismo se presenta como la supervivencia de una dimensión
aristocrática en un mundo competitivo burgués, un pacto entre caballeros que
han logrado superar la inseguridad medieval y se rigen conforme a
organizaciones (equipos), jueces (árbitros) y normas (reglas del juego). Todo
esto:
Hace del deporte una práctica desinteresada, semejante a la actividad
artística, pero más adaptada a la afirmación de las virtudes viriles de los
futuros jefes: el deporte se concibe como una escuela de valentía y de
virilidad, capaz de ‘formar el carácter’ y de inculcar la ‘voluntad de vencer’
que define a los verdaderos jefes, pero una voluntad de vencer según las
reglas: es el fair play, una disposición caballerosa totalmente opuesta a la
búsqueda vulgar de la victoria a cualquier precio.20
Una cuestión imprescindible a la hora de historiar el béisbol cubano en el siglo
XIX, tiene que ver con su constitución como espacio para las luchas
simbólicas entre grupos de las clases dominantes, y entre estas y las clases
subalternas. Estas disputas pusieron en juego, entre otras cosas:
El monopolio para imponer la definición legítima de la actividad deportiva
y de su función legítima: amateurismo contra profesionalismo, deportepráctica
contra deporte espectáculo, deporte distinguido-de elite- y
deporte popular-de masas-(…) Asimismo el campo en si está inserto en el
campo por la definición del cuerpo legitimo y del uso legítimo del cuerpo, y
en estas luchas se oponen, además de los entrenadores, dirigentes,
profesores de gimnasia y demás comerciantes de bienes y servicios
deportivos, los moralistas y en espacial el clero, los médicos y sobre todo
los higienistas, los educadores en el sentido más amplio- consejeros
conyugales, dietistas…-los árbitros de la elegancia y el buen gustomodistos,
etc.
A ello debe agregarse la dimensión de distinción y prestigio que otorgaba
pertenecer a los clubs de béisbol, con sus rituales caballerescos de aceptación
y entrada, y sus prácticas sociales dentro del mismo, que involucran otras
actividades extradeportivas como bailes, celebraciones, fiestas, actividades
benéficas, cenas y almuerzos, todas ellas acciones “gratuitas”,
“desinteresadas” y de sociabilidad que contribuían a aumentar el capital social
de sus integrantes.
También dentro de la academia francesa, los sociólogos estructuralistas Pierre
Parlebas y Christian Pociello, han hecho significativos aportes a la teoría sobre
las relaciones de los deportes con las clases sociales y el imaginario cultural
recreado en torno a ellos. Para Parlebas: “Los deportes de contacto, los
deportes brutales, han sido practicados exclusivamente por las clases sociales
más desfavorecidas, mientras que los deportes de distancia, en los que el
contacto está amortiguado e incluso se realiza de manera indirecta por medio
de un instrumento, han estado reservados a la aristocracia”.22 Pociello,
siguiendo el espíritu de la clasificación propuesta por Caillois, establece tres
categorías de deportes: energético-estoicos (boxeo, ciclismo, lucha, rugby),
distinguidos y no violentos (tenis, squash, esquí), y elitistas (golf, náutica,
polo).23
Para nuestro análisis, el béisbol del siglo XIX entraría entre los deportes “de
distancia”, pues no se necesita contacto físico directo para su práctica, y
además es un juego “distinguido, no violento y elitista”, aunque esta última
característica, el elitismo, fue desapareciendo paulatinamente al incrementarse
el número de jugadores y generalizarse su práctica profesional.
Otro elemento fundamental en el análisis de la relación deporte-sociedad radica
en el carácter de espectáculo de masas que comienza a manifestarse desde el
siglo XIX, como sucede en el béisbol cubano, donde un número elevado de personas acudían a presenciar los desafíos y a apoyar a los equipos de su
preferencia.24 En palabras del sociólogo Jean-Marie Brohm:
El espectáculo deportivo en las sociedades industriales avanzadas se ha
constituido y desarrollado en tanto que forma dominante del espectáculo
social, lugar privilegiado y hegemónico de la exhibición de las masas
urbanas. Es inseparable de una vasta movilización e incluso agitación de
multitudes que lo consideran como el espectáculo por excelencia. Puede
decirse que el deporte es, con prioridad, el espectáculo moderno de
masas, el espectáculo popular de hoy, que tiende a suplantar a todas las
otras formas de espectáculo o a integrarlos en su esfera. (…) El
espectáculo deportivo es también un espectáculo de masas privilegiado
en cuanto que procede a una masifi- cación, a una ósmosis colectiva de
los espectadores a los que funde en una multitud aglomerada. Esto
proviene esencialmente del hecho de que el deporte opera una
concentración masiva de gente en esos sitios institucionalmente bien
delimitados que son los estadios, los rings, las piscinas, las salas de
práctica de deportes, etcétera. Hasta tal punto y tan adecuadamente, que
el espectáculo deportivo, gracias a dicha aglomeración, tiene “efectos
estructuradores masivos”, según expresión de F. Hammer.25
Por último, nos parece muy útil para nuestro análisis el concepto del deporte
como sustitución del conflicto y mecanismo de paz social que desarrollaron el
sociólogo alemán Norbert Elías y su discípulo inglés Eric Dunning. En su
opinión:
La mayoría de las sociedades humanas desarrollan algún remedio para
las tensiones por sobreesfuerzo que ellas mismas generan. En el caso de
las sociedades con un nivel de civilización bastante avanzado, es decir, con restricciones relativamente estables, uniformes y moderadas y con
fuertes demandas subliminales, puede observarse una considerable
cantidad de actividades recreativas con esa función, una de las cuáles es
el deporte.26
La relación del deporte con la violencia tiene que ver con las correspondencias
de armonía o conflicto que este genere entre sus practicantes y espectadores
en una sociedad dada. La sociedad cubana de la década de 1880 estaba
relativamente pacificada, pero en su seno latían las inconformidades y
frustraciones de una guerra cruenta y prolongada concluida sin la
independencia. El béisbol decimonónico en La Habana fue un juego galante y
caballeresco, pero también un escenario altamente conflictivo, que exacerbó
las pasiones de partidarios y fanáticos hasta límites en ocasiones intolerables.
Sin embargo, sus principales promotores, pertenecientes en muchos casos a
las elites blancas propietarias o intelectuales, eran partidarios de la paz y la
evolución progresiva de la sociedad cubana, lo que motivó una seria
contradicción entre teoría y práctica, que no pocas veces desembocó en
oposiciones y peleas. Las “fuertes demandas subliminales”, al decir de Elías,
de la sociedad colonial tuvieron en los diamantes un escenario privilegiado
para dirimir luchas simbólicas que expresaban, en el fondo, una conflictividad
social.
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